Para empezar, enviaros antes de nada mucha
fuerza y ánimos en estos tiempos que estamos viviendo debido a la pandemia que
azota el mundo con el virus COVID-19. Lo que no va a poder parar esta
enfermedad es la creatividad e ilusión de nuestros principales autores y
artistas y parte más importante de nuestro centro. Nuest@s alumn@s.
Este año compartiremos sus mejores
trabajos de literatura en este blog, para que podáis disfrutar, ya no solo
este, sino cada año, de esos magníficos escritos, recitales de poesía,
teatrillos, etc, tan increíbles y bonitos en su exposición, y que tantas
alegrías nos dan al poder acceder a ellos de alguna forma, ya seamos padres o
profesores, o simplemente entusiastas de la lectura y demás artes literarias.
Fue, es y será siempre un placer trabajar por y para vuestros hijos. Las
Jornadas Literarias suponen, además, un vínculo de profundización muy
importante entre alumnos y profesores, entre alumnos y sus familias, y en
definitiva entre familia y escuela. Esas vivencias en los ensayos de teatros,
lectura en común y compartida de relatos creados por los niños, o simplemente
reflejadas en un recital de poesía, son actividades que despiertan los buenos
sentimientos y personalidades de nuestros alumnos. Este hecho nos enriquecen a
todos como personas y priman a la tolerancia y otra forma de ocio entre los más
jóvenes.
Os dejo la imagen de Benito Pérez Galdós,
escritor español considerado como uno de los mejores representantes de la
novela realista del siglo XIX, no solo en nuestro país. Y cuya imagen nos
recuerda, a los que todavía tenemos edad para ello, los billetes de 1.000
pesetas de nuestra antigua moneda. Y un pequeño fragmento de una de sus obras
como reseña para presentar este blog que funcionará de ahora en adelante cada
año. Un saludo a todo el mundo y en especial a toda la Comunidad Educativa de
nuestro centro. Espero lo disfruten.
(Imagen de la serie emitida en RTVE 1 en
1980)
FRAGMENTO DE LA NOVELA FORTUNATA
Y JACINTA. I,
III, IV
Fortunata y Jacinta es una novela de argumento
sencillo y gran complejidad significativa. Es la historia de dos mujeres
(auténtica, sincera y primitiva la primera, y “un ángel de la sociedad” la
segunda) unidas por el amor a un mismo hombre, vacío, inmoral y sin carácter.
En este capítulo IV, él -Juanito Santacruz- conoce a Fortunata.
−IV− Juanito reconoció el número 11 en la
puerta de una tienda de aves y huevos. Por allí se había de entrar sin duda,
pisando plumas y aplastando cascarones. Preguntó a dos mujeres que pelaban
gallinas y pollos, y le contestaron, señalando una mampara, que aquella era la
entrada de la escalera del 11. Portal y tienda eran una misma cosa en aquel
edificio característico del Madrid primitivo. Y entonces se explicó Juanito por
qué llevaba muchos días Estupiñá, pegadas a las botas, plumas de diferentes
aves. Las cogía al salir, como las había cogido él, por más cuidado que tuvo de
evitar al paso los sitios en que había plumas y algo de sangre. Daba dolor ver
las anatomías de aquellos pobres animales, que apenas desplumados eran
suspendidos por la cabeza, conservando la cola como un sarcasmo de su mísero
destino. A la izquierda de la entrada vio el Delfín cajones llenos de huevos,
acopio de aquel comercio. La voracidad del hombre no tiene límites, y sacrifica
a su apetito no sólo las presentes sino las futuras generaciones gallináceas. A
la derecha, en la prolongación de aquella cuadra lóbrega, un sicario manchado
de sangre daba garrote a las aves. Retorcía los pescuezos con esa presteza y
donaire que da el hábito, y apenas soltaba una víctima y la entregaba agonizante
a las desplumadoras, cogía otra para hacerle la misma caricia. Jaulones enormes
había por todas partes, llenos de pollos y gallos, los cuales asomaban la
cabeza roja por entre las cañas, sedientos y fatigados, para respirar un poco
de aire, y aun allí los infelices presos se daban de picotazos por aquello de si tú
sacaste más pico que yo... si ahora me toca a mí sacar todo el pescuezo. Habiendo apreciado este espectáculo poco
grato, el olor de corral que allí había, y el ruido de alas, picotazos y
cacareo de tanta víctima, Juanito la emprendió con los famosos peldaños de
granito, negros ya y gastados. Efectivamente, parecía la subida a un castillo o
prisión de Estado. El paramento era de fábrica cubierta de yeso y este de rayas
e inscripciones soeces o tontas. Por la parte más próxima a la calle, fuertes
rejas de hierro completaban el aspecto feudal del edificio. Al pasar junto a la
puerta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta y, lo
que es natural, miró hacia dentro, pues todos los accidentes de aquel recinto
despertaban en sumo grado su curiosidad. Pensó no ver nada y vio algo que de
pronto le impresionó, una mujer bonita, joven, alta... Parecía estar en acecho,
movida de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién
demonios subía a tales horas por aquella endiablada escalera. La moza tenía
pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento
de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico
arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se
agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una
gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen
natural. Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda
que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con
ella. −¿Vive aquí −le preguntó− el señor de Estupiñá?/p> −¿Don Plácido?...
En lo más último de arriba −contestó la joven, dando algunos pasos
hacia fuera. Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»...
Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón
encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho
del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir: −¿Qué come usted, criatura?
−¿No lo ve usted? −replicó mostrándoselo−. Un huevo. −¡Un huevo crudo! Con
mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y
se atizó otro sorbo. −No sé cómo puede usted comer esas babas crudas −dijo
Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación. −Mejor que guisadas.
¿Quiere usted? −replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón
quedaba. Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas
y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no; le
repugnaban los huevos crudos. −No, gracias. Ella entonces se lo acabó de
sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la pared del tramo
inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo, y Juanito discurriendo
por dónde pegaría la hebra, cuando sonó abajo una voz terrible que dijo: −¡Fortunaaá! Entonces la chica se inclinó en el
pasamanos y soltó un yia voy con chillido tan penetrante que Juanito
creyó se le desgarraba el tímpano. El yia principalmente sonó como la vibración
agudísima de una hoja de acero al deslizarse sobre otra. Y al soltar aquel
sonido, digno canto de tal ave, la moza se arrojó con tanta presteza por las
escaleras abajo, que parecía rodar por ellas. Juanito la vio desaparecer, oía
el ruido de su ropa azotando los peldaños de piedra y creyó que se mataba. Todo
quedó al fin en silencio, y de nuevo emprendió el joven su ascensión penosa. En
la escalera no volvió a encontrar a nadie, ni una mosca siquiera, ni oyó más
ruido que el de sus propios pasos. Cuando Estupiñá le vio entrar sintió tanta
alegría, que a punto estuvo de ponerse bueno instantáneamente por la sola
virtud del contento. No estaba el hablador en la cama sino en un sillón, porque
el lecho le hastiaba, y la mitad inferior de su cuerpo no se veía porque estaba
liado como las momias, y envuelto en mantas y trapos diferentes. Cubría su
cabeza, orejas inclusive, el gorro negro de punto que usaba dentro de la
iglesia. Más que los dolores reumáticos molestaba al enfermo el no tener con
quién hablar, pues la mujer que le servía, una tal doña Brígida, patrona o ama
de llaves, era muy displicente y de pocas palabras. No poseía Estupiñá ningún
libro, pues no necesitaba de ellos para instruirse. Su biblioteca era la
sociedad y sus textos las palabras calentitas de los vivos. Su ciencia era su
fe religiosa, y ni para rezar necesitaba breviarios ni florilegios, pues todas
las oraciones las sabía de memoria. Lo impreso era para él música, garabatos
que no sirven de nada. Uno de los hombres que menos admiraba Plácido era
Guttenberg. Pero el aburrimiento de su enfermedad le hizo desear la compañía de
alguno de estos habladores mudos que llamamos libros. Busca por aquí, busca por
allá, y no se encontraba cosa impresa. Por fin, en polvoriento arcón halló doña
Brígida un mamotreto perteneciente a un exclaustrado que moró en la misma casa
allá por el año 40. Abriolo Estupiñá con respeto, ¿y qué era? El tomo undécimo
del Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Lugo. Apechugó, pues, con aquello, pues no
había otra cosa. Y se lo atizó todo, de cabo a rabo, sin omitir letra,
articulando correctamente las sílabas en voz baja a estilo de rezo. Ningún
tropiezo le detenía en su lectura, pues cuando le salía al encuentro un latín
largo y oscuro, le metía el diente sin vacilar. Las pastorales, sinodales,
bulas y demás entretenidas cosas que el libro traía, fueron el único remedio de
su soledad triste, y lo mejor del caso es que llegó a tomar el gusto a manjar
tan desabrido, y algunos párrafos se los echaba al coleto dos veces, masticando
las palabras con una sonrisa, que a cualquier observador mal enterado le habría
hecho creer que el tomazo era de Paul de Kock. −Es cosa muy buena −dijo
Estupiñá, guardando el libro al ver que Juanito se reía. Y estaba tan
agradecido a la visita del Delfín, que no hacía más que mirarle recreándose en
su guapeza, en su juventud y elegancia. Si hubiera sido veinte veces hijo suyo,
no le habría contemplado con más amor. Dábale palmadas en la rodilla, y le
interrogaba prolijamente por todos los de la familia, desde Barbarita, que era
el número uno, hasta el gato. El Delfín, después de satisfacer la curiosidad de
su amigo, hízole a su vez preguntas acerca de la vecindad de aquella casa en
que estaba. −Buena gente −respondió Estupiñá−; sólo hay unos inquilinos que
alborotan algo por las noches. La finca pertenece al señor de Moreno Isla, y
puede que se la administre yo desde el año que viene. Él lo desea; ya me habló
de ello tu mamá, y he respondido que estoy a sus órdenes... Buena finca; con un
cimiento de pedernal que es una gloria... escalera de piedra, ya habrás visto;
sólo que es un poquito larga. Cuando vuelvas, si quieres acortar treinta
escalones, entras por el Ramo de azucenas, la zapatería que está en la Plaza. Tú
conoces a Dámaso Trujillo. Y si no le conoces, con decir: «Voy a ver a
Plácido», te dejará pasar. Estupiñá siguió aún más de una semana sin salir de
casa, y el Delfín iba todos los días a verle ¡todos los días!, con lo que
estaba mi hombre más contento que unas Pascuas; pero en vez de entrar por la
zapatería, Juanito, a quien sin duda no cansaba la escalera, entraba siempre
por el establecimiento de huevos de la Cava.